lunes, 21 de noviembre de 2011

LA SIESTA DEL MARTES

Autor: Gabriel García Márquez.
El cuento describe prodigiosamente como madre e hija se transportan en una locomotora en un vagón de tercera clase, a través de las plantaciones bananeras, y en donde existen una serie de pueblos llenos de tristezas y abrumados por el inmenso calor. Ellas, con un bolso de cuerina desconchado y un ramo de flores a punto de marchitarse, llegan a un pueblo tan triste como los demás, precisamente a la hora de la siesta, a las dos de la tarde, donde es normal en ese pueblo adormitarse bajos los abanicos eléctricos, pero ese día todo se ve interrumpido con la insistencia de la madre en querer hablar con el sacerdote, quien en muchas ocasiones es negado por hallarse durmiendo. Tanto insistió que fue atendida por el sacerdote. Él la interrogo: “¿Qué se le ofrece? La madre explicó que venía por la llave del cementerio para visitar la tumba de su hijo muerto. Ella informó al cura que se llamaba Carlos Centeno y era el ladrón desconocido que mataron la semana pasada.
“Todo había empezado el lunes de semana anterior, a las tres de la madrugada y pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa solitaria llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no solo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: Ay mi madre. El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
El sacerdote comento si nunca intento enderezar el camino del muchacho pero ella se mostro casi inmune con respuestas de complacencia que de reproche sobre los actos de su hijo. Su rostro curtido por la vida y con un carácter forjado por las circunstancias de la pobreza, la hacían ver una mujer segura de sus pasos. Ella venia a visitar a su difunto hijo y nadie podía impedírselo, con esa actitud salió de la casa del cura, no antes de percatarse que el pueblo se había despertado de la siesta, y halló una multitud formada de curiosos que la observaban desde las ventanas y desde los almendros otros grupos fisgoneaban como influyendo cierto temor. A ella no le importó y salió.


No hay comentarios:

Publicar un comentario